miércoles, 27 de febrero de 2013

La ciudad de mi vida.


Jamás he estado enamorada. Ok, tal vez una o dos o tres docenas de veces. Se me da fácil, ni hablar. Eso sí, jamás me he enamorado en serio. Nunca he estado en una relación de esas de cruzar el país para verlo dos horas o pensar en un forever only yours que te de más miedo que la última peli de Guillermo del Toro.  Más bien me he enamorado en temporaditas, una fiebres de tres o cuatro meses en las que deliras por él hasta que la distancia, la rutina o tu mejor amiga se aparecen para devolverte al estado de normalidad indiferente de los seres razonables y parcialmente cuerdos, o sea no estar enamorado.

Eso sí, soy de las que se enamoran a primera vista.Lo mismo del vecino que del compañero de clase, el bajista de la banda, el ingeniero con pose de rockstar del trabajo o el nuevo barman del bar de siempre. Romances que generalmente no pasan de descubrir que el chico en cuestión le va al Real Madrid, es metalero de tiempo completo, critica o más bien desprecia profundamente tus gustos en cine, música y deportes o que de plano no hay manera se sostener una conversación medio decente entre ambos por más de 15 minutos.

En general después de un tiempo y de una racha de lo que se podría calificar  como las peores citas del universo (trust me) me dio por más bien no entrarle a eso de agarrar cariño, en eso justo este 14 de Febrero cuando de la nada, se arma plan de vacacioncitas al DF. Dos amigas, mi maleta y harto cambio para los taxis (el extraño caso del "señorita no traigo cambio" como fenómeno cultural entre los capitalinos).

Cada vez que veo la nata de smog por la ventanilla, el corazón me late a cien por hora. Como buena pueblerina, cada vez que estoy en la Ciudad de México me entra la emoción de provincia y aunque había venido  antes siempre tuve destinos específicos, cosas de trabajo o que regresar al día siguiente. Pero esta vez, tenía dinero en el banco, el depa de un amigo en la Roma y a compañeras de viaje sin rastas y menores de 40. Yeih.

Lo supe desde que el taxi entro a la calle Álvaro Obregón y lo entendí caminando por las calles de la Roma, había encontrado a la ciudad de mi vida. El cariño bonito que siempre le tuve a la capital se me volvió ese amor desesperado por el que tomas un avión el sábado en la noche para regresar el domingo a medio día, esa clase de amor por el que todo vale la pena para verlo un par de horas. 

No sé si fue Febrero, las librerías en cada esquina o el chico de la basura piropeandome por grandota con su bien marcado, ñero y chilanguísimo acento (¡Ay!) pero hay algo sobre el DF que me hace pensar en él todo el tiempo, extrañarlo como si lo conociera de toda la vida, sentirme una extraña lejos de él y querer subirme al primer avión para verlo aunque sea solo un ratito.


Y pues sí, Daniel Johnston y Beck tienen toda la razón. True Love Will Find You in the End.












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